Los días de lluvia sosiegan mis recuerdos y ese silencio que no deja correr al tiempo me trasladan a un idílico universo que me abre las puertas de mi niñez.

Apetecible tranquilidad que limpia las dudas de la existencia y relativiza todas las creaciones que nos engrandecen desde la trivialidad.

Recuerdo como la mano cándida de mi abuela atizaba el fuego mientras cantaba sus odas a la virgen y sus aves Manas al señor.

Entretanto y sin quitarlo ojo a su amada mi abuelo entrelaza la sogueta con sus recias manos hinchadas de hincar la azada caballón tras caballón en la fértil huerta de su Ribera ristras de cebollas embrazadas para luego ser colgadas en el pajar para que se orce y se pueda bien vender.

Los gatos de la casa acurrucados en el quicial de la ventana. duermen al son constante insistencia aburrido y somnífero del gotear.

Y como dice mi madre mientras faena por la cocina: cada vez que llueva pídeme lo que quieras. Mi padre desgranando las granadas. y eso invita a comer migas.

Se apartan los troncos y se deja las brasas avivadas por una caña que voy soplando para darle vida.

Los hierros se colocan y se empieza a (reír. primero los ajos para que el aceite adquiera sabores después tropezones de salchicha y chistara por degustar que en la lumbre se empiezan ya a dorar.

Todo mezclado y bien aderezado entre tanto la mañana está a punto de ver pasar al Ángelus y en media hora a comer.

Joaquín Martínez Gil