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Me cuenta mi madre

Me cuenta mi madre

Me cuenta mi madre a raíz de un zulo descubierto en mi pueblo que desemboca a una aljibe, que ese no era el único que había ya que muchos hombres los hicieron para refugiarse en la entrañas de la tierra sin perder así la conexión con la realidad y salvar la vida de cuántos estaban a su cargo.

Había que comer y las noches eran muy largas y las tripas también, así que a ambas había que abastecerlas: unas con ganas y otras con cautela.

El caso de mi abuelo es uno más de los braceros de la ribera que no sabían otra cosa que hacer más que trabajar la tierra. En la guerra no se trabaja la huerta, se aniquila a quien la trabaja y esto lo entendían muy bien los huertanos, porque en la huerta ninguna hierba mata, ni árbol hiere; ni se tienen ideas políticas, sino un sentido de estar y un sabor que dar.

No se puede abandonar el terruño que te da de comer y menos a la familia, cuando tienes un hijo pequeño con polio y tu mujer está sola a cargo de él.

Mi abuelo y sus dos hermanos estuvieron los 3 años de la guerra escondidos en un agujero que unía el estercolero con la casa. Nadie podría sospechar que debajo de la inmundicia estaba latente la esperanza. Uno de ellos tenía un hilo atado al cuerpo, cuando este se movía era porque la patrulla del bando imperante en el pueblo venían a la casa a por ellos y tenía que estar muy callados, tanto como si estuvieran muertos para no estarlo.

Mi abuela con su hijo pequeño para no levantar sospechas se iba a casa de su madre, dejando la casa sin custodia para que quien la vigilará viera que realmente allí, si ella se iba, lo único que tenía vida era el aire que ventilaba la casa.

Hartos de no dar con mi abuelo y sus hermanos, quisieron llevársela a ella por no hablar y delatar a su esposo. En el forcejeo para subirla al camión uno de los guardias de asalto puso tierra de por medio y les dijo: señores seamos piadosos por una vez, no creéis que está mujer bastante tiene con mantener vivo a su bebé con tanta miseria a su alrededor.

Aceptaron los demás y la dejaron seguir hacia su casa; cuando giraba para la rambla, a su lado paso una camioneta llena de gente del pueblo, mi abuela agachó la cabeza, apretó con todas sus fuerzas a su hijo y rompió a llorar sabiendo cual era el destino de sus vecinos.

Ni que decir tiene que está historia es similar a otras y quienes iban montados en la camioneta también tendrán su historia cuando sepamos donde están.

Joaquín Martínez Gil